Nunca nadie honró la memoria de quienes pudieron ser mártires, símbolos de su fervor o creencia religiosa. Aunque se trató de una de las más grandes tragedias del catolicismo, pocos los recuerdan hoy en día.
Hace casi 20 años un grupo de jóvenes, entre 5 y 6, murieron en las vías de un tren que lleva al municipio de Huamantla, que estaba próxima a vivir la fiesta más importante en la que se venera a la patrona.
Una jícara sobre el piso pedregoso debajo de las vías del ferrocarril hacía de vasija sobre la que descansaba una porción mínima de masa encefálica de una persona sin identificar porque carecía de rostro.
Se trataba de un fragmento de cráneo sin cuero cabelludo dejado al piso como una espeluznante escena de película de terror. Era acaso una de las piezas más completas de los cuerpos triturados en la noche.
Fue la víspera de la celebración en ese pueblo mágico del estado de Tlaxcala como ocurre cada 14 de agosto para recorrer las calles pletóricas de alfombras multicolores con la Virgen de la Caridad sobre los hombros.
Los muchachos que terminaron desechos y sus restos esparcidos a lo largo de unos 100 metros de rieles, durmientes y graba, se dijo que se trataba de un grupo de migrantes centroamericanos que había sido sorprendido durmiendo para luego continuar con ese peregrinar rumbo a la frontera norte.
Se sabría horas después del hallazgo, formaban parte de una peregrinación que había salido del municipio de Tepeaca para participar de las fiestas religiosas en Huamantla, en donde ya se trazaban los diseños de los tapetes de aserrín por donde pasaría la Virgen de la Caridad. Luz y sombra del jolgorio, fiesta y tragedia.
Era el último año del gobierno de Melquiades Morales en Puebla y lo mismo, con Alfonso Sánchez Anaya en Tlaxcala.
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La tragedia de Huamantla orilló a ambos gobiernos a trabajar de manera coordinada para determinar sobre el trabajo pericial y, sobre todo, las razones de la muerte particularmente sangrienta.
Como reportero de TV Azteca el autor de la columna fue el primer enviado en llegar a la zona en el que ya se advertía el olor a muerte, mezcla de carne y viseras bajo el sol quemante de la mañana, esparcidas por ese tramo de vías del tren.
Una patrulla de la Policía Federal ya estaba en el lugar y sus elementos fueron quienes plantearon dos hipótesis a partir del hallazgo: eran ebrios que perdieron la noción del peligro que supone dormir “la mona” sobre los rieles, o indocumentados.
Fue un policía local, de uniforme mal planchado y sobre peso, pero con mayor información y sentido común el que desmontó ambas teorías a partir de las evidencias notorias: los despojos humanos carecían de olor etílico y los jirones de ropa que se podía ver estaba limpios, sin mugre recogida por el largo camino de los centroamericanos.
Fue hasta que apareció una mujer medianamente adulta, integrante de esa peregrinación poblana la que confirmó la identidad de los muchachos que terminaron sin vida.
Nunca nadie dijo, o informó las razones por las que se vieron sorprendidos por la máquina.
Hubo quien planteó un pacto suicida o desafío mortal para probar arrojo y hombría a una edad en la que no se puede echar atrás; también la posibilidad de haber sido vencidos por el cansancio. Nada se supo.
Fue un día como hoy, hace casi dos décadas y no ha habido un sólo aniversario de esa cobertura que no haya estado ausente en la memoria de este reportero que vivió en primera persona el impacto de haber olfateado la muerte y visto de cerca los cuerpos de esos jóvenes peregrinos como despojos de matanceros, esparcidos en un camino perdido de Huamantla, en la fiesta de la noche que nadie duerme.